Esto no es fantasía o mera aspiración, es tan real como la “noche y el día”. La alegría de la fe en el gran Viviente, no necesita ningún paraíso para provocarla y sostenerla. Ella es un don gratuito y extraordinario, que nadie nos la puede arrebatar, ni aún los mayores dolores y dificultades de esta vida. Ese gozo que se experimenta es de una naturaleza especial, las palabras humanas son incapaces de expresarlo todo, porque forma parte del misterio. Por eso, entre la alegría artificial de la cultura consumista y aquella que surge en el alma del cristiano, hay todo un abismo. Así nos lo hace saber el Papa Francisco en su famosa Exhortación Evangelii Gaudium: la alegría del Evangelio llena el corazón y la vida entera de los que se encuentran con Jesús. Quienes se dejan salvar por él son liberados del pecado, de la tristeza, del vacío interior, del aislamiento. Con Jesucristo siempre renace la alegría” (EG 1).
Cuando esta profunda alegría se ve oscurecida por los fallos y pecados en la vida personal y comunitaria, entonces se comienza a perder la ilusión de hacer el bien a los otros y se baja el nivel del compromiso misionero. Es lógico, no podemos “vender un producto” que se llama “Buena noticia” cuando ni siquiera en nuestros rostros hay reflejo de una leve sonrisa. Con razón decía Jesús que “los hijos de este mundo son más astutos que los hijos de la luz” (Lc 16,1-8). Así vemos, como todo buen comerciante ofrece sus productos con amabilidad y gesto cercano. ¿Cómo puede ser que, en ocasiones, los discípulos del Resucitado aparezcamos tan solemnes, serios y alejados de la gente? ¿Es que la predicación del Evangelio exige esa teatralidad mortífera? ¿No debemos tener como único modelo la mansedumbre de Jesús que atraía a tantas gentes por la fuerza de su palabra que manaba de su divino corazón?.
Cuanta razón tiene el actual Obispo de Roma, cuando habla del contra signo que son “las caras avinagradas” de sacerdotes y evangelizadores, que parecen que están en una “eterna cuaresma”. La primera cualidad que ha de brillar en el discípulo misionero es la alegría perfecta, ese es el gran testimonio. Miremos el ejemplo de los grandes santos de ayer y de muchos cristianos de hoy. Veremos como la vivencia de esta “alegría anómala” produce consuelo, paz, abandono en la providencia, fortaleza en la prueba, gozo insondable. De esa “abundancia del corazón hablaba la boca” (Mt 12,34) y hace atrayente el Mensaje de Cristo en este mundo secular. Ya lo entendieron perfectamente también los primitivos cristianos cuando un autor del primer siglo nos dejo dicho: “una persona alegre obra el bien, gusta de las cosas buenas y agrada a Dios. En cambio, el triste siempre obra el mal” (Pastor de Hermas).
+ Juan Del Río Martín
Arzobispo Castrense de España