Así pues, los discípulos del Maestro de Nazaret, hemos de procurar este doble silencio siempre que nos dirigimos a Dios: “Padre, Señor del cielo y de la tierra” (Mt 11,25). Porque el silencio tiene la capacidad de abrir en la profundidad de nuestro ser un espacio interior, para que Dios habite, para que permanezca su mensaje, y nuestro amor hacia Él penetre en nuestra mente y corazón, y aliente toda la existencia.
Este silencio orante, no es sólo ausencia de ruido exterior, sino también el rechazo de los elementos negativos que configuran parte de la vida cotidiana y que son obstáculos para la contemplación. Así tenemos silencios de: angustia, culpabilidad, debilidad, indiferencia, mal humor, miedo, orgullo, rencor y odio. Todos estos silencios son dañinos y nos conducen a la incomunicación, impidiendo la serenidad del alma en su búsqueda de Dios en la oración personal y en la plegaria comunitaria. En cambio, hemos de potenciar los silencios positivos tales como: la humildad, la admiración, la adoración y la alegría. Como recapitulador, tenemos el silencio del amor, donde se cuece la verdadera oración cristiana y cuyo actor principal es Dios, que es: “Amor, predica Amor y envía Amor” (cf. 1Jn 4,7-8). La forma de orar no son con “muchas palabras” (Mt 6,7), sino como diría san Agustín: “este negocio se trata mejor con gemidos que con discursos, mejor con lagrimas que con palabras”.
Ahora bien, si el silencio es “escuela” donde se aprende a escuchar a Dios y a los demás, ¿qué sucede cuando en nuestra oración nos encontramos con el silencio de Dios, en el que puede advertirse un sentido de abandono o la sensación de que Él no nos escucha? Este mutismo de lo divino puede darse a nivel personal, es el caso de “la sequedad del alma”, que diría santa Teresa de Calcuta, cuando aun haciendo oración y entregando la vida a los pobres, no ves, ni sientes al Señor por ninguna parte. ¡Son los Getsemaní particulares de las almas más escogidas!
También ocurre en el orden comunitario y social con aquellos acontecimientos dolorosos que nos hablan de enfermedades, torturas, persecuciones y muertes de inocentes. ¿Dónde estaba Dios en Auschwitz-Birkenau y tantos otros lugares similares de cualquier momento de la historia de la humanidad? ¿Cómo rezar en esas situaciones? Solamente caben dos salidas: la más apasionada, y comprensible muchas veces, es renegar de Dios y de toda religión. La otra, es más humilde y esperanzadora: consiste en poner nuestros ojos en Jesús, que con su pasión, muerte y resurrección, nos dice que el Padre no nos abandona en la oscuridad del dolor, del rechazo, de la soledad. El Señor no está mudo en ningún sufrimiento, porque hubo “Uno de la Trinidad” que tomó esta humanidad nuestra, y desde entonces: “Dios sufre” en la humanidad del Hijo que pasó por todo “calvario humano”. A partir del silencio del Gólgota: el aparente silencio de Dios es más elocuente que todos los discursos humanos. Cristo nos asegura que Dios sabe de nuestras necesidades, nos conoce en lo más intimo y nos ama para siempre.
+Juan del Río Martín
Arzobispo Castrense de España