Así tenemos que el individuo, se encuentra expuesto a un exhibicionismo social, representando en cada momento lo que verdaderamente no es. Las razones para vivir de las apariencias pueden ser muchas: ocultar errores, sacar beneficios económicos, búsqueda de honores, herir a otras personas, evitar explicaciones, etc. Estos bienes son superficiales y son comparables a la espuma, al humo o al sueño, ya que la vanidad anula el buen sentido, nos aleja del mundo real y es la causa principal de las corrupciones de todo tipo.
La vanidad y la mentira se convierten en armas políticas y económicas cuyos efectos han sido amplificados por las nuevas tecnologías. Los poderosos de turno, han hecho del mentir una nueva cultura, donde los expertos en “ingeniería social” estudian y maniobran los sentimientos de la gente, aún los más sagrados. Lo peor, es que cuando se vive de pura apariencia, uno termina creyéndose las propias mentiras y se resiste a la verdad edificante que se pueda presentar. En palabras del Papa Francisco, estamos ante una enfermedad social que es: “la osteoporosis del alma: los huesos desde afuera parecen buenos, pero dentro están todos corroídos. La vanidad nos lleva al engaño”.
Ya el sabio del Eclesiástico decía: “guardate de mentir y de añadir mentiras a mentiras, que eso no acaba bien” (7,12). La mentira acarrea enfrentamientos y hace imposible la vida social. Jesús nos alerta que no hay nada oculto que no salga a la luz (cf. Lc 8,12; Mc 4,22). Tengamos confianza, al final, más tarde o más temprano, el “esplendor de la verdad” ilumina la inteligencia y modela la libertad del hombre, para edificar una sociedad más libre, donde brille la verdad que conduce a la paz.
+ Juan Del Río Martín
Arzobispo Castrense de España